“Me gustan estos menesteres,
porque se cubre lo que está debajo pero igual se ve. Es lo que pasa con lo que
está velado: se ve mejor que cuando queda expuesto. Una vez que recompongo y
acomodo lo que se ha deshecho, paso el pan de oro y luego cubro con betún. Se
llama betún de Judea y es lo que me dan aquí en San Salvador, para que tape las
imágenes y lo que es nuevo se vuelva viejo y se cubra lo que estaba roto.
Cuando se seca lo que he pintado,
lo sobo bien para que quede apenas un poco, para que no se cubra por completo,
porque es así como se ve mejor. Todo esto que he aprendido a hacer, estas
veladuras, son nomás para que no nuevo se vuelva viejo, como los ángeles de la
capilla.
No sé qué
piensa usted, pero a mí me parece que es al revés de lo que pasa en la vida,
donde el dolor que a uno le ha sucedido antes, y antes de antes, parece que
naciera siempre por primera vez.”
“Me pusieron el nombre de mi
abuela, así me llamó, y eso es lo primero que me viene al pensamiento. El mismo
nombre y el apellido, que es también el apellido de mi padre, porque mi padre
no ha tenido padre. Tengo su nombre y me gustan las cosas que a ella le
gustaban, y tengo estas facilidades de hacer mis cacharritos como ella hacía y
de cocerlos con leña de llama y de guanaco. Y también tengo de ella el amor por
estos cerros, por los ferrites y la arena roja y amarilla… No sé qué cree usted
ni por qué será que pasó esto de parecerme tanto a mi abuela Rosa, si es porque
me pusieron su nombre, o es nomás porque así tuvo que ser.
Me llamo Rosa, como le digo. Y mi
hermana se llama Luisa. También mi abuela se llamó Rosa. Rosa Mamaní. Y crió
solita a mi padre, lo que se dice sola. Lo tuvo, dicen, de un hombre que pasaba,
que la preñó y siguió de viaje; de paso iba y así siguió, y ni siquiera un
nombre, ni el apellido siquiera le dejó a mi padre. Era un hombre blanco,
dicen, por eso mi padre es mezcla; pero mi abuela no, ella era colla pura,
verdadera.”
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