martes, 30 de junio de 2015

Una mujer en Berlín, Fragmento

Publicado como anónimo, el diario que Marta Hillers llevó desde el 20 de abril al 22 de junio de 1945, mientras vívía en Berlín, es un testimonio extraordinario de lo que significó para las mujeres la brutal ocupación del ejército soviético, con la sistemática aplicación de la violencia sexual y las violaciones masivas que sufrieron las sobrevivientes a los previos bombardeos. Setenta años después nos permite adentrarnos en unos meses monstruosos pero contados con soltura, ironía, detalle y un sublime humor, del que solo es capaz quien sabe que ha triunfado sobre lo peor que podría haberle pasado.
"Una mujer en Berlín, anónimo, 1945
VIERNES, 20 DE ABRIL DE 1945, CUATRO DE LA TARDE
 Sí, la guerra viene arrollando sobre Berlín. Lo que ayer era tan sólo un retumbar lejano es hoy un redoble constante. Se respira fragor de mortero. El oído, ensordecido, ya sólo percibe los disparos del calibre más grueso. Hace ya mucho que dejó de distinguirse su procedencia. Vivimos en un cerco de cañones que se va estrechando con cada hora que pasa. De vez en cuando hay horas de un silencio inquietante. De pronto se le pasa a una por la mente que es primavera. A través de las ruinas calcinadas del barrio sopla vaporosamente el aroma de las lilas desde jardines sin dueño. El muñón de la acacia de delante del cine ha reverdecido rabiosamente. En algún momento, entre las alarmas, los jardineros deben de haber cavado, pues en los cenadores de la Berliner Strasse se ve tierra recién labrada. Sólo los pájaros desconfían de este abril; nuestros canalones están sin gorriones. A eso de las tres, el repartidor de periódicos detuvo su vehículo junto al quiosco. Ya había unas veintitantas personas esperándole con impaciencia. En un abrir y cerrar de ojos desapareció en una nube de manos y monedas de diez pfennigs. Gerda, la mujer del portero, pescó un puñado de ejemplares de la «edición de noche» y me dejó uno. Ya no es un periódico de verdad sino tan sólo una especie de edición extra, impreso a dos páginas y con la tinta todavía húmeda. De camino, lo primero que leí fue el parte de guerra. Nuevos nombres de localidades: Müncheberg, Seelow, Buchholz. Suenan condenadamente cercanos, ya en la Marca de Brandeburgo. Un vistazo al frente del oeste. ¿Qué nos importa ese frente a nosotros en estos momentos? Nuestro destino viene arrollando como un rodillo por el este y transformará nuestro clima como antaño lo hizo la era glacial. ¿Por qué? Una se atormenta con preguntas estériles. Tan sólo quiero vivir el día a día, acometer las tareas cotidianas.
(…) La palabra «rusos» no la pronuncia nadie. No quiere salir de los labios. De nuevo en la buhardilla. No es mi hogar. Ya no tengo ninguno. A decir verdad, la habitación amueblada que destruyeron en un bombardeo tampoco era mía. De todas formas, en el transcurso de los seis años que habité en ella, la llené con mi aliento de vida. Con mis libros y cuadros y los cientos de cosas que una va amontonando consigo. Mi estrella de mar del último verano de paz en la isla de Norderney. El tapiz que me trajo Gerd de Persia. El despertador abollado. Fotos, viejas cartas, la cítara, mis monedas de doce países, el bordado comenzado... Todos los recuerdos, pieles, cáscaras, posos, todos los cachivaches latentes de los años vividos. Ahora que todo ha desaparecido y tan sólo me queda una maleta pequeña con ropa, me siento desnuda y ligera. Como ya no poseo nada, me siento dueña de todo. De esta buhardilla ajena, por ejemplo. Bueno, tampoco es del todo ajena. El propietario es un antiguo colega mío del trabajo. Muchas veces estuve aquí como invitada, cuando aún no le habían llamado a filas. Hacíamos negocios muy de moda en esos tiempos: sus latas danesas de carne en conserva por mi coñac francés; mi jabón francés por las medias que recibía él vía Praga. Aún tuve tiempo para comunicarle que habían bombardeado mi casa y me dio permiso para mudarme aquí. La última vez que recibí noticias suyas fue desde Viena, donde trabajaba para el ejército en el Departamento de Censura. ¿Dónde estará ahora...? En cualquier caso, las buhardillas no andan muy solicitadas." 

sábado, 27 de junio de 2015

Just Kids, Patty Smith (fragmento)

Palpitando el segundo tomo de sus memorias, que dicen estará para el año que viene, compartimos un fragmento de Just Kids (2010) de Patty Smith.
"La ciudad ardía, pero aún llevaba mi impermeable. Me daba confianza mientras recorría las calles en busca de trabajo, con el único currículum de un turno en una fábrica, vestigios de una educación incompleta y un uniforme de camarera inmaculadamente almidonado. Logré un puesto en un pequeño restorán italiano llamado Joe’s en Times Square. Tres horas la primera jornada; después de derramar una bandeja de ternera a la parmesana en el traje de tweed de un cliente fui liberada de mis responsabilidades. Sabiendo que nunca iba a lograrlo como camarera, dejé el uniforme —sólo ligeramente manchado— y los tacones que le hacían juego en un baño público. Me los había dado mi madre, un uniforme blanco con zapatos blancos, invirtiendo en ellos sus propias esperanzas sobre mi bienestar. Ahora eran como lirios marchitos olvidados en un lavamanos blanco.
Atravesaba la gruesa atmósfera sicódelica de St. Mark’s Place sin estar preparada para la revolución en marcha. Había un aire de vaga e inquietante paranoia, una corriente subterránea de rumores, fragmentos de diálogos robados anticipando la revolución. Sólo me senté ahí tratando de entender, el aire grueso del humo de yerba puede explicar mis adormilados recuerdos. Me abrí camino en una gruesa teleraña de conciencia cultural cuya existencia desconocía.
Había vivido en el mundo de mis libros, escritos en gran parte en el siglo diecinueve. Aunque podía dormir en bancos, en el metro y cementerios hasta tener un trabajo, no estaba lista para el hambre constante que me roía. Era una cosa flaca con un metabolismo rápido y gran apetito. El romanticismo no me saciaba la necesidad de comer. Aun Baudelaire tuvo que comer. Sus cartas contenían mucho de un desesperado deseo a gritos de carne y cerveza.
Necesitaba un empleo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en la sucursal de la librería Brentano’s en uptown. Habría preferido la sección de poesía que anunciar las ofertas de joyas y artesanía étnicas, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: brazaletes bereberes, collares de conchas de Afganistán, y un Buda engarzado en una joya. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia. Cuando se fue, miré el lugar vacío donde había estado sobre un pedazo de terciopelo negro. A la mañana siguiente una pieza más elaborada había tomado su lugar, pero carecía del simple misterio del collar persa.
Al final de mi primera semana sentía mucha hambre y aún no tenía dónde ir. Tomé la tienda como dormitorio. Me escondería en el baño mientras los demás se iban, y después que el vigilante nocturno cerrara dormiría sobre mi abrigo. En la mañana aparecería como si hubiera llegado temprano a trabajar. No tenía ni un centavo y hurgué los bolsillos de los uniformes para comprar galletas de mantequilla de maní en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre me choqueó que no hubiera ningún sobre para mí el día de pago. No había entendido que la primera semana de pago se retenía, y me fui al baño a llorar."

jueves, 25 de junio de 2015

Open, un fragmento de la autobiografía de André Agassi

Una vida singular, un cuerpo atravesado por el dolor. Un destino impuesto. El texto de André Agassi sirve de disparador para múltiples análisis. 

El final
Abro los ojos y no sé dónde estoy, ni quién soy. No es algo tan excepcional. Llevo media vida sin saberlo. Aun así, esta vez me parece distinto. Esta confusión me da más miedo. Es más total.
Alzo la vista. Estoy tendido en el suelo, junto a la cama. Ya me acuerdo. De madrugada me he bajado de la cama y me he estirado aquí. Lo hago casi todas las noches. Me va mejor para la espalda. Si paso muchas horas sobre un colchón mullido, siento un dolor insoportable. Cuento hasta tres, y a continuación inicio el largo y doloroso proceso de ponerme en pie. Suelto una tos, un gemido, me vuelvo hacia un lado, adopto la posición fetal y me coloco boca abajo. Espero un poco. Espero un poco más a que la sangre empiece a bombear.
Soy un hombre joven, relativamente joven. Tengo treinta y seis años. Pero despierto como si tuviera noventa y seis. Después de tres decenios corriendo a toda velocidad y deteniéndome en seco, saltando muy alto y aterrizando con fuerza, mi cuerpo ya no me parece mi cuerpo, sobre todo por las mañanas. Como consecuencia de ello, mi mente no me parece mi mente. Desde que abro los ojos, soy un desconocido para mí mismo, y aunque, como digo, no sea nada nuevo, por las mañanas la sensación resulta más pronunciada. Repaso brevemente los hechos básicos: me llamo Andre Agassi. Mi mujer se llama Stefanie Graf. Tenemos dos hijos, un niño y una niña, de cinco y tres años. Vivimos en Las Vegas, Nevada, pero actualmente estoy instalado en una suite del hotel Four Seasons de Nueva York, porque participo en el Open de Estados Unidos. Mi último Open en  América. De hecho, se trata del último torneo en el que voy a participar en toda mi carrera. Juego al tenis para ganarme la vida, aunque odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y siempre lo he detestado.
Cuando este último fragmento de mi identidad encaja en su lugar, me pongo de rodillas y susurro: por favor, que acabe todo esto. Y después: no estoy preparado para que acabe todo esto. Ahora, en la habitación de al lado, oigo a Stefanie y a los niños. Están desayunando, charlando, riéndose. Mi imperioso deseo de verlos y acariciarlos, además de unas ganas inmensas de consumir cafeína, me proporcionan la motivación que necesito para levantarme, para pasar a la posición vertical. El odio me pone de rodillas; el amor me pone en pie.
Me fijo en el despertador de la mesilla de noche: las siete y media. Stefanie me deja dormir hasta más tarde. La fatiga de estos últimos días ha sido severa. Además del esfuerzo físico, está el agotador torrente de emociones desencadenado por mi inminente retirada. Ahora, alzándose desde el centro de la fatiga, surge la primera oleada de dolor: me toco la espalda. Me atenaza. Me siento como si alguien se hubiera colado en mi habitación en plena noche y me hubiera puesto en la columna una de esas barras antirrobo que se colocan en los volantes de los coches. ¿Cómo voy a jugar el Open con esa barra en la columna? ¿Tendré que suspender el último partido de mi carrera?
(…)Mi familia hace más ruido. Salgo cojeando hasta el salón de nuestra suite. Mi hijo, Jaden, y mi hija, Jaz, me ven y gritan. ¡Papá! ¡Papá! Saltan arriba y abajo y quieren que los coja en brazos. Yo me detengo y me preparo, me planto ante ellos como un mimo imitando a un árbol en invierno. Pero ellos vacilan antes de dar el salto, porque saben que su padre está delicado últimamente, que su padre se desmoronará si lo tocan con demasiada fuerza. Yo les doy una palmadita en la cara y les beso en las mejillas, y me siento con ellos en la mesa, a desayunar.
Jaden pregunta si hoy es el día.
Sí.
¿Juegas?
Sí.
¿Y entonces, después de hoy, te retiras?
Una palabra nueva que él y su hermana menor han aprendido. Retirarse. Ellos no usan nunca el participio, la usan en presente, un presente que nunca acaba. Tal vez sepan algo que yo no sé.
No si gano, hijo. Si gano esta noche, sigo jugando.
Pero, si pierdes, ¿podré tener un perro?
Para mis hijos, mi retirada equivale a un cachorro. Stefanie y yo les hemos prometido que cuando deje de entrenar, cuando dejemos de viajar por todo el mundo, podremos comprar un cachorro. Tal vez lo llamemos Cortisona.
Sí, colega, cuando pierda, nos compraremos un perro.
Mi hijo sonríe. Espera que su papá pierda. Espera que su papá experimente una decepción que supere a todas las demás. Él no entiende –¿y cómo seré capaz yo de explicárselo alguna vez?– el dolor de perder, el dolor de jugar. A mí me ha llevado casi treinta años entender eso, resolver la ecuación de mi propia psique.
Le pregunto a Jaden qué va a hacer hoy.
Ir a ver los huesos.

Miro a Stefanie. Ella me recuerda que va a llevarlos al Museo de Historia Natural. Dinosaurios. Pienso en mis vértebras retorcidas. Pienso en mi esqueleto en exposición en el museo, junto con todos los demás dinosaurios. Tenis-aurux Rex.

martes, 23 de junio de 2015

El pacto erótico, Michel Onfray, en La potencia de existir. Manifiesto hedonista.

Desde luego existe una lógica del instinto, de las pasiones y de las pulsiones. Cada uno lo sabe, lo ve y lo experimenta. Pero también hay, más rara, una razón erótica, capaz de esculpir esos bloques de energía salvaje. Ella impide que la naturaleza obre de modo brutal transformando a los seres humanos en animales sometidos a la pura fatalidad y determinados en forma integral por sus leyes acéfalas. La cultura erótica actúa sobre el sexo natural para producir artificios éticos, efectos estéticos, júbilos inéditos en la jungla, en el establo o en la fosa.
Aquí como en otra parte, en ética, el contrato define la forma intelectual, civil, cívica y política, lo que permite resolver el problema de la violencia natural. En estado sexual salvaje, como demuestra la etología, sólo existen territorios marcados por las glándulas, demostraciones de fuerza, luchas entre machos por la posesión de las hembras, posturas de dominación o sumisión, hordas que se desatan contra los más débiles, destrucción de los menos adaptados, goce feudal del macho dominante antes de que uno más joven, más fuerte y más decidido lo reemplace...
No hay erotismo en la manada, el rebaño o en la disposición gregaria. En cambio, toda sociedad intelectualmente constituida lo permite. Y la fórmula iniciada por el contrato hedonista constituye aquel territorio civilizado de dos seres -al menos- preocupados por construir su sexualidad según el orden de sus caprichos racionales, gracias al lenguaje que lo habilita para precisar las modalidades a las que se comprometen. El contrato exige la palabra dada; necesita, por lo tanto, un grado de civilización elaborada, un refinamiento cierto o cierto refinamiento.
Sin duda alguna, esa configuración ética y estética ideal implica contrayentes a la medida. A saber: conscientes de su deseo, ni volubles ni inconstantes, dubitativos o atormentados por la contradicción, que hayan resuelto sus problemas y no lleven a cuestas su incoherencia, inconsecuencia e irracionalidad. ¿Qué caracteriza a esa clase de personajes? La traición permanente a la palabra dada, el cambio de parecer y la memoria selectiva, interesada, el gusto por la tergiversación verbal y locuaz a fin de legitimar y justificar su cambio repentino de opinión, un talento consumado para no hacer lo que se dice. Con esa clase de personas no es posible realizar ningún contrato. En cuanto se las detecta, hay que pasar de largo...
En cambio, cuando se elige un individuo para el que el lenguaje no está devaluado, el contrato se vuelve factible. ¿Su forma? Los juristas la llaman sinalagmática: si uno de los dos falta al compromiso, lo anula de inmediato por incumplimiento. ¿Su contenido? A elección y discreción de las personas que lo establecen: un juego tierno, una perspectiva erótica lúdica, una combinatoria amorosa, un arreglo destinado a durar, un compromiso de una sola noche o de una vida, cada vez una relación a medida.
Nadie está obligado a asumir el contrato, ni coaccionado ni forzado. Pero, en cambio, no bien se ha establecido el pacto, no hay razón para liberarse de él, excepto en el caso de que el otro no respete las cláusulas. Por lo tanto, la fidelidad adquiere un sentido, en el caso de un eros liviano, distinto del eros pesado. Los segundos entienden: goce en nuda propiedad del cuerpo del otro; los primeros piensan: respeto de la palabra dada. El infiel sólo lo es con relación a su promesa de fidelidad. Quien no haya jurado no puede ser perjuro. Ahora bien, como el casamiento, religioso y civil, incluye ese tipo de compromiso, sería prudente saber a qué se dice "sí" al pronunciar ese performativo fatal.
De ahí el interés de no contraer un compromiso que estuviera por encima de lo que se podría cumplir. El contenido del contrato no debe exceder las posibilidades éticas de los participantes. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, prometerse "mutua fidelidad y cuidado" y aquel "en las buenas y en las malas" -fórmulas del Código Civil- para toda la vida? Y esto, excluyendo el jurado religioso, que, inmodesto como siempre, compromete para toda la eternidad y más allá...
En este contrato, la fidelidad es ante todo un compromiso entre sí mismo y sí mismo. La libertad de elegir incluye la obligación de cumplir. La buena distancia creada de ese modo concierne a sí mismo y al otro, como también a la parte en sí que se compromete y la que mide el grado de lealtad consigo mismo. Genera las condiciones de una intersubjetividad armoniosa a igual distancia del exceso de fusión y la demasía de soledad, en la serenidad de una relación ataráxica.

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lunes, 22 de junio de 2015

La máquina célibe, por Michel Onfray, en La potencia de existir. Manifiesto hedonista.

A fin de ir vivenciando una ética de la micropolítica libertaria y en busca de los que por estas vías de sentires y razonamientos se identifican, compartiré textos de Onfray, Deleuze, Guattari, Foucault y otros grandes filósofos que nos interceptan en cuerpo y realidad para devolverle a la filosofía su razón primigenia: construirnos como seres libres y ser felices.
Empezaré por el capítulo La máquina célibe, en La potencia de existir, del magnífico Onfray.

La máquina célibe, por Michel Onfray, en La potencia de existir. Manifiesto hedonista.

Mi definición de "soltero" no incluye la acepción usual del estado civil. Para mí, el soltero no vive necesariamente solo, sin compañero ni compañía, sin marido o mujer, o sin pareja oficial. Define más bien a aquel que, aun comprometido en una historia digamos amorosa, conserva las prerrogativas y el ejercicio de su libertad. Esta figura aprecia su independencia y goza de su soberana autonomía. El contrato en el que se instala no tiene duración indeterminada, sino determinada, quizá renovable, por cierto, pero no obligatoria.
Construirse como máquina célibe en la relación de pareja permite evitar en lo posible la entropía consustancial con las disposiciones fusionales. Para evitar el esquema nada-todo-nada que caracteriza a menudo las historias fracasadas, mal, poco o nada construidas, vividas día a día, impuestas por lo cotidiano, vacilantes, la configuración nada-màs-mucho me parece preferible.
Nada-todo-nada define el modelo dominante: viven separados, no se conocen, se encuentran, se dejan llevar por la naturaleza de la relación, el otro se vuelve todo, indispensable, la medida de su ser, la dimensión de su pensamiento y su existencia, el sentido de su vida, el compañero en todo, hasta en el mínimo detalle, hasta que -cuando la entropía empieza a producir sus efectos- se vuelve el inoportuno, el que molesta, el cargante, el fastidioso, aquel que exaspera y termina por convertirse en el tercero del que hay que deshacerse antes que, divorcio de por medio -y la violencia que a menudo lo acompaña-, vuelva a ser nada, una nada a veces multiplicada por un poquito de odio...
El dispositivo nada-más-mucho parte de mismo lugar: se encuentran dos seres que no saben aún que existen, y luego construyen sobre el principio del eros liviano. A partir de ese momento se elabora dìa a dìa una acción positiva que define el más: más ser, más expansión, más regocijo, más serenidad adquirida. Cuando esta serie de más permite alcanzar una suma real, aparece el mucho y califica la relación rica, compleja, elaborada según el modo nominalista. Pues no hay otra ley que la ausencia de ley: solo existen los casos particulares y la necesidad de cada uno de construir según los planes que convienen a su idiosincrasia.
El soltero evoluciona conforme al segundo ejemplo. El modo operatorio de las disposiciones célibes rechaza la fusión. Este abomina la desaparición anunciada de dos en una tercera forma, una tercera forma sublimada por el amor. La mayoría de las veces, la negación no atañe a las dos partes interesadas de la pareja, sino a una de ellas, a la que sucumbe según las leyes de la etología, al más fuerte, dominante y persuasivo... que no siempre es el que se cree.
La amalgama de las singularidades no se mantiene más tiempo que el que le permite la denegación. A veces, según la densidad de la neurosis, el bovarismo funciona durante toda la vida. Pero cuando en los detalles de la vida cotidiana, más allá de la anécdota y lo infinitesimal que concentran lo esencial, lo real socava con regularidad la construcción conceptual platónica que sirve de base a la pareja tradicional, la estatua se muestra un día como un coloso con pies de barro, una ficción sostenida por el único deseo de creer en cuentos para niños. Así pues, del todo se pasa a la nada.

sábado, 13 de junio de 2015

Regresos

Más que en pena ennegrecida
esta carencia se transformó en caricia.

Arrullo errante y roto,
aleteo sobre la vereda fría.

Anillo de inocencia,
suave esperanza empedernida.

Ay renacer de otro deseo,
en otra vida.

Sonso capricho de volver al vértigo,
a la lluvia limpia.

Daniela Della Bruna - En Caleidoscopio, 2014

viernes, 12 de junio de 2015

Un fragmento del genial Onfray

"Descubrí un día con mi madre, en la Secretaría de Asistencia Pública, adonde la acompañé cuando quiso averiguar la identidad de su propia madre, que a ella la abandonaron al mismo tiempo que a su hermano, a quien enviaron, también..., al orfanato de Giel. Tengo el deber, sabiendo lo que sé, de contribuir a la paz de mi madre y de su alma perturbada. Maduramos, en verdad, cuando ofrecemos a los que nos arrojaron a los perros, sin saber lo que hacían, un gesto de paz necesario para llevar una vida sin resentimientos... un gasto de energía demasiado costoso. La magnanimidad es una virtud de adultos.
Para no morir a causa de los hombres y su negatividad, para mí existieron los libros, luego la música; en una palabra, el arte, y sobre todo, la filosofía. La escritura le puso el broche de oro a ese conjunto. Treinta libros después, tengo la impresión de que debo ordenar mis palabras. Este prefacio da las claves, las páginas que siguen provienen de todas mis obras que, una por una, derivan de una operación de supervivencia que llevé a cabo después del orfanato. Sereno, sin odio, más allá del desprecio, lejos de todo deseo de venganza, inmune a cualquier rencor, al tanto del formidable poder de las pasiones sombrías, sólo quiero la cultura y la expansión de esa "potencia de existir", según la feliz frase de Spinoza, engarzada como un diamante en su Ética. Solo el arte codificado de esa "potencia de existir" cura los dolores pasados, presentes y por venir."
Michel Onfray, Introducción a La potencia de existir. Manifiesto hedonista.