«No
conozco estas calles tan pinas… casas… más casas. Y en las casas tanta gente…
Hay un sinfín de gente y todos se odian los unos a los otros.
«¡Bueno,
imaginaré lo que necesito para ser feliz… Bien… Recibo el divorcio de Alexey
Alejandrovich. Me dan a Sergio y me caso con Vronsky…»
Y al
recordar a Alexey Alejandrovich, Ana se lo imaginó con extraordinaria
precisión, como si lo tuviera ante ella con sus ojos dóciles, apagados, sin
vida; con las venas azules transparentándose en sus blancas manos; con las
peculiares entonaciones de su voz; con los dedos de las manos cruzados y
haciéndolos crujir; y la idea de sus relaciones, calificadas también de amor,
la hizo estremecer con un sentimiento de repugnancia.
«Bien: obtendré el divorcio y seré la mujer de
Vronsky. ¿Acaso Kitty dejará entonces de mirarme como me ha mirado hoy? No… ¿Y
Sergio dejará de preguntar por mi vida y por qué tengo dos maridos? Y entre
Vronsky y yo, ¿qué nuevo sentimiento va a brotar? ¿Será posible una nueva
sensación que, si no nos hace felices, consiga al menos que no nos sintamos
desgraciados? ¡No, no, y no!», se contestó sin vacilar. «¡Esto es imposible! El
abismo que nos separa es demasiado profundo. Yo causo su desgracia y él la mía.
Se han hecho todas las tentativas, pero la máquina se ha estropeado.(…)
«¿Qué estaba yo pensando antes? ¡Ah, sí! Que no
encontraré una situación en la cual mi vida no sea un tormento; que todos hemos
sido creados para sufrir; que todos sabemos e inventamos medios para engañarnos
a nosotros mismos. Y cuando vemos la verdad no sabemos qué hacer.»
Leon Tolstoi, Ana Karenina, 1877
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