martes, 27 de octubre de 2015

El hombre en el castillo, Piliph Dick (fragmentos)


“Pero había algo que le importaba más que los negocios, el éxito de la tienda, la posibilidad de tratar socialmente a una pareja de jóvenes japoneses, capaces de aceptarlo como hombre más que como yank, o por lo menos como comerciante en objetos de arte. Sí, esta gente de la nueva generación que no recordaba los días anteriores a la guerra y ni siquiera la guerra misma era la esperanza del mundo. Las diferencias de posición no tenían significado para ellos. Un día se acabaría, pensó Childan. La idea misma de posición desaparecería para siempre. No habría gobernados y gobernantes. Sólo gente. Y sin embargo, temblaba de miedo imaginándose en el momento en que llamaría a la puerta de la pareja. Miró la libreta de notas. Los Kasura. U ofrecerían té, sin duda. ¿Sabría comportarse? ¿Sabría cómo actuar, qué decir en cada momento? ¿O se deshonraría, como un animal, dando un paso en falso? La muchacha se llamaba Betty. Había tanta comprensión en aquella cara, en aquellos ojos dulces. Apenas había estado un rato en la tienda, pero había alcanzado a ver todas las esperanzas y fracasos del yank. Las esperanzas... Childan sintió de pronto que la cabeza le daba vueltas. Eran esperanzas que bordeaban la locura, si no el suicidio. Pero sin embargo había relaciones entre japoneses y yanks, se sabía, aunque casi siempre entre un japonés y una yank. En este caso... La idea lo estremeció. Y la muchacha era casada."
La novela dentro de la novela, "La langosta se ha posado"

“...Y estos mercados, los innumerables millones que viven en China, hicieron zumbar las fábricas de Chicago y Detroit; aquella boca enorme no se calmaba nunca, y cien años de producción continua no hubieran bastado para satisfacer las necesidades de esas gentes: camiones, ladrillos, lingotes de acero, ropa, máquinas de escribir, arvejas envasadas, relojes, radios, gotas para la nariz. En 1960 el trabajador norteamericano tenía el nivel de vida más alto del mundo, y todo debido a lo que era llamado cortésmente la cláusula de "nación más favorecida" y que se aplicaba en toda transacción comercial con Oriente. Los Estados Unidos ya no ocupaban el Japón, y nunca habían ocupado China, pero el hecho no podía ocultarse: Cantón y. Tokio no les compraban a los ingleses, les compraban a los norteamericanos. Y con cada una de las ventas el trabajador de Baltimore o Los Ángeles o Atlanta tenía un poco más de prosperidad. Los planificadores, los especialistas de la Casa Blanca, pensaban que casi habían alcanzado la meta. Las naves exploradoras del espacio pronto se asomarían al vacío, desde un mundo donde habían desaparecido al fin los viejos dolores: el hambre, la enfermedad, la guerra, la ignorancia. En el Imperio Británico se habían tomado medidas económicas y sociales similares que habían favorecido de un modo semejante a las poblaciones de la India, Birmania, África, el Medio Oriente. Las fábricas del Rhur, Manchester, el Sarre, el petróleo de Bakú, todo fluía y se complementaba en una armonía intrincada pero eficaz; las poblaciones de Europa disfrutando de lo que parecía...”

Cartas de renuncia, columna


lunes, 26 de octubre de 2015

Más Jamaica, porque sí!

Autobiografía de mi madre, fragmento
"Nunca había tenido madre, acababa de renunciar a convertirme en madre yo misma, y entonces ya sabía que aquel rechazo sería total y definitivo. Nunca me convertiría en madre, pero eso no era lo mismo que no tener nunca hijos. Tendría hijos, pero nunca sería una madre para ellos. Los tendría en abundancia; saldrían de mi cabeza, de mis axilas, de entre mis piernas; tendría hijos, colgarían de mí como los frutos de una parra, pero yo los destruiría con la indiferencia de un dios. Tendría hijos por la mañana, los bañaría a mediodía en un agua que saldría de mí misma y me los comería por la noche, engulléndolos enteros, de un solo bocado. Vendrían a la vida para dejar de vivir. Durante su día de vida, les llevaría hasta el borde de un precipicio. No les empujaría; no tendría que hacerlo; las dulces voces de extraordinarios placeres les llamarían del fondo del abismo; ellos no descansarían hasta unirse a esos sonidos. Cubriría sus cuerpos de enfermedades, adornaría su piel con llagas de delgadas costras, de las llagas rezumaría a veces un espeso pus del que estarían sedientos, y nunca podrían apagar su sed. Les condenaría a vivir en un espacio vacío congelados en la misma postura en la que hubieran nacido. Los arrojaría desde una gran altura; todos los huesos de sus cuerpos se fracturarían, y esos huesos nunca se soldarían debidamente, sanando de la misma forma que se habían roto, sin curarse nunca en absoluto. Cuando ya no fueran más que cadáveres los adornaría y colocaría cada cadáver en una caja de madera pulimentada, y pondría bajo tierra la caja de madera pulimentada y olvidaría el lugar de la tierra en el que había enterrado la caja. Así sería como nunca me convertiría en madre; así sería como tendría a mis hijos."

Autobiografía de mi madre, de Jamaica Kincaid (Relowed, porque un post solo no alcanza)

"El encuentro entre una persona y el lugar al que pertenece no es fortuito, es algo que va más allá del destino, es algo tan primordial que no hay palabras para describirlo. Para mi padre el mar, el inmenso y bellísimo mar, a veces una reluciente sábana azul, a veces una reluciente sábana negra, a veces una reluciente sábana gris, no podría ser una fuente de tan generosa inspiración, no podría ser una fuente de bienestar tan abundante, no podría ser nunca fuente de nada bueno; su belleza estaba perdida para él, vacía; mirarla, verla, suponía recordar al mismo tiempo la desesperación de los vencedores y la desesperación de los vencidos; pues la vaciedad de la conquista permanece en el conquistador, enfrentado como está al interminable deseo de poseer más y más y más, hasta que la muerte, sólo la muerte, silencia ese deseo; y el pozo sin fondo de dolor y desdicha que experimenta el conquistado... nada puede saciar su sed de venganza ni borrar la gran injusticia que se ha perpetrado contra él. Y así, puesto que en mi padre existían a la vez el vencedor y el vencido, el perpetrador y la víctima, eligió, lo que no resultaba en absoluto sorprendente, ocultarse bajo el manto del primero, siempre del primero. Eso no significa que estuviera en guerra consigo mismo; significa únicamente que con ello demostraba ser un ser humano vulgar y corriente, pues quién de nosotros aparte de los santos no habría escogido contarse entre quienes mantienen la cabeza alta, no entre quienes viven con la cabeza gacha, humillados, e incluso los santos saben que en último término, al final de los tiempos, ellos se encontrarán entre quienes mantienen la cabeza alta."

sábado, 17 de octubre de 2015

El juky, de Osvaldo Lamborghini

Le tengo terror a los demonios/ quiero decir a los domingos/ ¡Querida!/ La delicia se transformó en pura delicadeza/ y la voluptuosidad: pudor./ A la gacela le crecieron alas./ Moteada de almíbar para las noches/ ¡Dulzura!// en las horas matinales o medios días/ se sala: igual al hornero, a Lugones,/ limpia su casita./ ¡Muñeca!/ Es bueno irse a un país donde hay muchos troncos/ y donde la "o" es un círculo, letra alguna,/ pero/ ¡Piba!/ si esos témpanos hablaran/ esta pampa te diría/ ¡Otro hombre!/ Y seguramente voy a matarlo con tus propias manos./

martes, 6 de octubre de 2015

Aira, la tentación de creer

César Aira, Varamo, 1999 (publicado en 2002) “Con la respiración normalizada en pocos instantes, y el ruido del pez apenas audible desde los repliegues de la casa, entre el susurro de las hojas y el piar de los pájaros, Varamo inclinó la cabeza mirándose la punto de los zapatos negros, suspiró y recogió su energía para la prueba de convicción que se aproximaba. ¿Cómo se las habían arreglado los hombres que lo habían precedido? Una madre era una criatura que tenía muchas capas de vida superpuestas, el antes y el después no sólo del parto sino de todos los estadios de la existencia, y seguían vigentes en ella. Todo lo que dijera tendría que multiplicarse por la cantidad de capas de representación existencial, y nunca podría estar seguro de acertarle a la profundidad en que cada argumento podía hacer efecto. Por su parte, ella se había adelantado y ya estaba hablando, precipitadamente, incomprensible pero con esa seguridad que le daba saber que su hijo tenía una sola capa de recepción, la visible. La de ese hombre flaco con traje y sombrero negros recortado de las tinieblas del universo y pegado con el exuberante paisaje crepuscular de Panamá. La convivencia para un soltero estaba llena de trampas.” “Su posición era peculiar, y especialmente incómoda. Como cualquier otro improvisador, podía hacer cualquier cosa, realmente cualquiera, pero a diferencia de cualquier otro él había tenido un punto de partida, bajo la forma de una intención secreta: cambiar esos billetes malos por otros buenos. Su intención no era improvisar: al revés, improvisar era lo que debía hacer para realizar su intención. Aun así, también tenía que tener la intención de improvisar, porque todo lo que se hace, aun lo accesorio, se hace con una intención. Pero el secreto de su intención anterior contaminaba necesariamente a esta, y entonces debía ocultar que improvisaba, cosa que, dada la falta de tiempo, equivalía a improvisar que ocultaba. ¡Qué difícil! ¡Cómo si improvisar no fuera difícil de por sí! Sacar algo de la nada, inmediatamente después de haber sacado algo distinto de la misma nada populosa y abigarrada… Y todo distinto, para poder seguir adelante. ¿Realmente había tantas cosas distintas en el universo como para llenar con ellas la totalidad de un tiempo infinitamente dividido?”

sábado, 3 de octubre de 2015

Una aproximación literaria a la mente de un celoso asesino

Ernesto Sábato, El túnel, 1948 “Me había hecho tanto a la idea de verla ese mismo día y esperaba cosas tan importantes de ese encuentro que este anuncio me dejó anonadado. Se me ocurrieron una serie de preguntas: ¿Por qué había resuelto ir al campo? Evidentemente, esta resolución había sido tomada después de nuestra conversación telefónica, porque, si no, me habría dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habría aceptado mi sugestión de hablar por teléfono a la mañana siguiente. Ahora bien, si esa resolución era posterior a la conversación por teléfono ¿sería también consecuencia de esa conversación? Y si era consecuencia, ¿por qué?, ¿quería huir de mí una vez más?, ¿temía el inevitable encuentro del otro día? Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda. Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no había dado importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que que le impedían hablar con naturalidad? Además, eso probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué vaciló esa mujer cuando pregunté por la señorita Iribarne? Pero una frase sobre todo se me había grabado como un ácido: “Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme.” Pensé que alrededor de María existían muchas sombras.” (…) “La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo primero, manifestaba una emoción actual y, por lo tanto, un indicio favorable a mi problema. Sea como sea, me emocionó muchísimo la firma: María. Simplemente María. Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me pertenecía.” Adolfo Bioy Casares, En memoria de Paulina, 1948 “Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival. La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no le creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada. Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos. La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina –en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca. (…)