“Krimilda negó el perdón que el
mismo Dietrich le pidió para los vencidos y, con toda frialdad, mató a Gunther
en su presencia. Luego, con la cabeza de su hermano, fue hacia el calabozo
donde estaba Hagen.
Hagen quedó demudado al ver la
cabeza de su rey. El momento fue absoluto, definitivo.
Krimilda lo imprecó:
-
¿Puedes devolverme lo que me quitaste?
-
El oro, solo Dios y yo sabemos dónde está. Mi
placer será no decirte nada.
Pero Krimilda lo frenó:
-
¿Y quién habla del oro? ¿Puedes devolverme a mi
amado Sigfrido? Me temo que no puedes, asesino. Pero será la espada de Sigfrido
la que te corte el cuello.
Krimilda tomó con sus dos manos
la mítica espada nibelunga y cumplió su promesa.
El anciano Hildebrant no podía
dar crédito a sus ojos. No podía creer que el gran Hagen, el hombre que había
estado a punto de matarlo momentos antes, hubiera sido decapitado por una
mujer.
En una extraña alianza con su
enemigo muerto, fuera de sí, mató a Krimilda, la reina, la esposa de Atila.
No podía durar mucho la vida de
quien mató a la esposa del rey, y no duró. Atila se abrazó con Dietrich, y
ambos lamentaron a sus muertos queridos.
Ya no quedaban guerreros
burgundios en la faz de la Tierra. Pero habían perecido espada en mano, de
frente al enemigo. Tuvieron la fortuna de saber que iban a morir y se
prepararon para el largo viaje al más allá, tras regar el pasaje con sangre
propia y ajena. Fue mejor suerte que la de Sigfrido, el Confiado, atacado por
la espalda, mientras bebía agua fresca.”
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