“Al margen de las luces de
nuestra casa y de la lámpara de la entrada de la casa principal, que se quedaba
toda la noche encendida para desanimar a posibles ladrones, el reflejo de la
luna apenas alcanzaba a dibujar los contornos. En la penumbra de la casa, la
diminuta pelota blanca rebotaba con golpes secos y el pequeño ser vivo que la
perseguía, bañado por el claro lechoso, se metamorfoseaba en una perla
nacarada.
El día despuntaba y Chibi continuaba
con sus juegos en el jardín, la espalda salpicada de pétalos de flores de
ciruelo, en persecución de un tábano, olisqueando un lagarto. Aquel lugar
representaba para él la vida y el caos.
La repentina escalada de un árbol
se producía con el mismo fulgor que el estallido de un rayo. Normalmente los
rayos describen un zigzag en el cielo en sentido descendente, pero en este caso
sucedía lo contrario. Impulsado por una descarga eléctrica de origen
desconocido, Chibi se abalanzaba hasta una copa de un árbol de caqui y en su
cuaderno mi mujer anotaba: “como la punta de un relámpago”, para añadir un poco
más adelante: “como si quisiera provocar que se desate el trueno”. Sí, tenía
razón, esa era exactamente la impresión que producía.
(…)
En lo alto de la copa del caqui,
la silueta del gato dispuesto a afrontar el instante decisivo que venía
después, con todos sus nervios alerta ante el mínimo rolar del viento, era la
viva imagen de quien, entre el cielo y la tierra, se dispone a abalanzarse
sobre un hueco imaginario.” (2001)
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