sábado, 3 de octubre de 2015

Una aproximación literaria a la mente de un celoso asesino

Ernesto Sábato, El túnel, 1948 “Me había hecho tanto a la idea de verla ese mismo día y esperaba cosas tan importantes de ese encuentro que este anuncio me dejó anonadado. Se me ocurrieron una serie de preguntas: ¿Por qué había resuelto ir al campo? Evidentemente, esta resolución había sido tomada después de nuestra conversación telefónica, porque, si no, me habría dicho algo acerca del viaje y, sobre todo, no habría aceptado mi sugestión de hablar por teléfono a la mañana siguiente. Ahora bien, si esa resolución era posterior a la conversación por teléfono ¿sería también consecuencia de esa conversación? Y si era consecuencia, ¿por qué?, ¿quería huir de mí una vez más?, ¿temía el inevitable encuentro del otro día? Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda. Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no había dado importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que que le impedían hablar con naturalidad? Además, eso probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué vaciló esa mujer cuando pregunté por la señorita Iribarne? Pero una frase sobre todo se me había grabado como un ácido: “Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme.” Pensé que alrededor de María existían muchas sombras.” (…) “La letra era nerviosa o por lo menos era la letra de una persona nerviosa. No es lo mismo, porque, de ser cierto lo primero, manifestaba una emoción actual y, por lo tanto, un indicio favorable a mi problema. Sea como sea, me emocionó muchísimo la firma: María. Simplemente María. Esa simplicidad me daba una vaga idea de pertenencia, una vaga idea de que la muchacha estaba ya en mi vida y de que, en cierto modo, me pertenecía.” Adolfo Bioy Casares, En memoria de Paulina, 1948 “Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival. La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no le creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada. Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos. La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina –en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca. (…)

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