Desde luego existe una lógica del instinto, de las pasiones y de las pulsiones. Cada uno lo sabe, lo ve y lo experimenta. Pero también hay, más rara, una razón erótica, capaz de esculpir esos bloques de energía salvaje. Ella impide que la naturaleza obre de modo brutal transformando a los seres humanos en animales sometidos a la pura fatalidad y determinados en forma integral por sus leyes acéfalas. La cultura erótica actúa sobre el sexo natural para producir artificios éticos, efectos estéticos, júbilos inéditos en la jungla, en el establo o en la fosa.
Aquí como en otra parte, en ética, el contrato define la forma intelectual, civil, cívica y política, lo que permite resolver el problema de la violencia natural. En estado sexual salvaje, como demuestra la etología, sólo existen territorios marcados por las glándulas, demostraciones de fuerza, luchas entre machos por la posesión de las hembras, posturas de dominación o sumisión, hordas que se desatan contra los más débiles, destrucción de los menos adaptados, goce feudal del macho dominante antes de que uno más joven, más fuerte y más decidido lo reemplace...
No hay erotismo en la manada, el rebaño o en la disposición gregaria. En cambio, toda sociedad intelectualmente constituida lo permite. Y la fórmula iniciada por el contrato hedonista constituye aquel territorio civilizado de dos seres -al menos- preocupados por construir su sexualidad según el orden de sus caprichos racionales, gracias al lenguaje que lo habilita para precisar las modalidades a las que se comprometen. El contrato exige la palabra dada; necesita, por lo tanto, un grado de civilización elaborada, un refinamiento cierto o cierto refinamiento.
Sin duda alguna, esa configuración ética y estética ideal implica contrayentes a la medida. A saber: conscientes de su deseo, ni volubles ni inconstantes, dubitativos o atormentados por la contradicción, que hayan resuelto sus problemas y no lleven a cuestas su incoherencia, inconsecuencia e irracionalidad. ¿Qué caracteriza a esa clase de personajes? La traición permanente a la palabra dada, el cambio de parecer y la memoria selectiva, interesada, el gusto por la tergiversación verbal y locuaz a fin de legitimar y justificar su cambio repentino de opinión, un talento consumado para no hacer lo que se dice. Con esa clase de personas no es posible realizar ningún contrato. En cuanto se las detecta, hay que pasar de largo...
En cambio, cuando se elige un individuo para el que el lenguaje no está devaluado, el contrato se vuelve factible. ¿Su forma? Los juristas la llaman sinalagmática: si uno de los dos falta al compromiso, lo anula de inmediato por incumplimiento. ¿Su contenido? A elección y discreción de las personas que lo establecen: un juego tierno, una perspectiva erótica lúdica, una combinatoria amorosa, un arreglo destinado a durar, un compromiso de una sola noche o de una vida, cada vez una relación a medida.
Nadie está obligado a asumir el contrato, ni coaccionado ni forzado. Pero, en cambio, no bien se ha establecido el pacto, no hay razón para liberarse de él, excepto en el caso de que el otro no respete las cláusulas. Por lo tanto, la fidelidad adquiere un sentido, en el caso de un eros liviano, distinto del eros pesado. Los segundos entienden: goce en nuda propiedad del cuerpo del otro; los primeros piensan: respeto de la palabra dada. El infiel sólo lo es con relación a su promesa de fidelidad. Quien no haya jurado no puede ser perjuro. Ahora bien, como el casamiento, religioso y civil, incluye ese tipo de compromiso, sería prudente saber a qué se dice "sí" al pronunciar ese performativo fatal.
De ahí el interés de no contraer un compromiso que estuviera por encima de lo que se podría cumplir. El contenido del contrato no debe exceder las posibilidades éticas de los participantes. ¿Qué sentido tiene, por ejemplo, prometerse "mutua fidelidad y cuidado" y aquel "en las buenas y en las malas" -fórmulas del Código Civil- para toda la vida? Y esto, excluyendo el jurado religioso, que, inmodesto como siempre, compromete para toda la eternidad y más allá...
En este contrato, la fidelidad es ante todo un compromiso entre sí mismo y sí mismo. La libertad de elegir incluye la obligación de cumplir. La buena distancia creada de ese modo concierne a sí mismo y al otro, como también a la parte en sí que se compromete y la que mide el grado de lealtad consigo mismo. Genera las condiciones de una intersubjetividad armoniosa a igual distancia del exceso de fusión y la demasía de soledad, en la serenidad de una relación ataráxica.
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