"La ciudad ardía, pero aún llevaba mi impermeable. Me daba confianza mientras recorría las calles en busca de trabajo, con el único currículum de un turno en una fábrica, vestigios de una educación incompleta y un uniforme de camarera inmaculadamente almidonado. Logré un puesto en un pequeño restorán italiano llamado Joe’s en Times Square. Tres horas la primera jornada; después de derramar una bandeja de ternera a la parmesana en el traje de tweed de un cliente fui liberada de mis responsabilidades. Sabiendo que nunca iba a lograrlo como camarera, dejé el uniforme —sólo ligeramente manchado— y los tacones que le hacían juego en un baño público. Me los había dado mi madre, un uniforme blanco con zapatos blancos, invirtiendo en ellos sus propias esperanzas sobre mi bienestar. Ahora eran como lirios marchitos olvidados en un lavamanos blanco.
Atravesaba la gruesa atmósfera sicódelica de St. Mark’s Place sin estar preparada para la revolución en marcha. Había un aire de vaga e inquietante paranoia, una corriente subterránea de rumores, fragmentos de diálogos robados anticipando la revolución. Sólo me senté ahí tratando de entender, el aire grueso del humo de yerba puede explicar mis adormilados recuerdos. Me abrí camino en una gruesa teleraña de conciencia cultural cuya existencia desconocía.
Había vivido en el mundo de mis libros, escritos en gran parte en el siglo diecinueve. Aunque podía dormir en bancos, en el metro y cementerios hasta tener un trabajo, no estaba lista para el hambre constante que me roía. Era una cosa flaca con un metabolismo rápido y gran apetito. El romanticismo no me saciaba la necesidad de comer. Aun Baudelaire tuvo que comer. Sus cartas contenían mucho de un desesperado deseo a gritos de carne y cerveza.
Necesitaba un empleo. Fue un alivio cuando me contrataron como cajera en la sucursal de la librería Brentano’s en uptown. Habría preferido la sección de poesía que anunciar las ofertas de joyas y artesanía étnicas, pero me gustaba mirar las baratijas de países lejanos: brazaletes bereberes, collares de conchas de Afganistán, y un Buda engarzado en una joya. Mi objeto favorito era un modesto collar de Persia. Cuando se fue, miré el lugar vacío donde había estado sobre un pedazo de terciopelo negro. A la mañana siguiente una pieza más elaborada había tomado su lugar, pero carecía del simple misterio del collar persa.
Al final de mi primera semana sentía mucha hambre y aún no tenía dónde ir. Tomé la tienda como dormitorio. Me escondería en el baño mientras los demás se iban, y después que el vigilante nocturno cerrara dormiría sobre mi abrigo. En la mañana aparecería como si hubiera llegado temprano a trabajar. No tenía ni un centavo y hurgué los bolsillos de los uniformes para comprar galletas de mantequilla de maní en la máquina expendedora. Desmoralizada por el hambre me choqueó que no hubiera ningún sobre para mí el día de pago. No había entendido que la primera semana de pago se retenía, y me fui al baño a llorar."
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