jueves, 25 de junio de 2015

Open, un fragmento de la autobiografía de André Agassi

Una vida singular, un cuerpo atravesado por el dolor. Un destino impuesto. El texto de André Agassi sirve de disparador para múltiples análisis. 

El final
Abro los ojos y no sé dónde estoy, ni quién soy. No es algo tan excepcional. Llevo media vida sin saberlo. Aun así, esta vez me parece distinto. Esta confusión me da más miedo. Es más total.
Alzo la vista. Estoy tendido en el suelo, junto a la cama. Ya me acuerdo. De madrugada me he bajado de la cama y me he estirado aquí. Lo hago casi todas las noches. Me va mejor para la espalda. Si paso muchas horas sobre un colchón mullido, siento un dolor insoportable. Cuento hasta tres, y a continuación inicio el largo y doloroso proceso de ponerme en pie. Suelto una tos, un gemido, me vuelvo hacia un lado, adopto la posición fetal y me coloco boca abajo. Espero un poco. Espero un poco más a que la sangre empiece a bombear.
Soy un hombre joven, relativamente joven. Tengo treinta y seis años. Pero despierto como si tuviera noventa y seis. Después de tres decenios corriendo a toda velocidad y deteniéndome en seco, saltando muy alto y aterrizando con fuerza, mi cuerpo ya no me parece mi cuerpo, sobre todo por las mañanas. Como consecuencia de ello, mi mente no me parece mi mente. Desde que abro los ojos, soy un desconocido para mí mismo, y aunque, como digo, no sea nada nuevo, por las mañanas la sensación resulta más pronunciada. Repaso brevemente los hechos básicos: me llamo Andre Agassi. Mi mujer se llama Stefanie Graf. Tenemos dos hijos, un niño y una niña, de cinco y tres años. Vivimos en Las Vegas, Nevada, pero actualmente estoy instalado en una suite del hotel Four Seasons de Nueva York, porque participo en el Open de Estados Unidos. Mi último Open en  América. De hecho, se trata del último torneo en el que voy a participar en toda mi carrera. Juego al tenis para ganarme la vida, aunque odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y siempre lo he detestado.
Cuando este último fragmento de mi identidad encaja en su lugar, me pongo de rodillas y susurro: por favor, que acabe todo esto. Y después: no estoy preparado para que acabe todo esto. Ahora, en la habitación de al lado, oigo a Stefanie y a los niños. Están desayunando, charlando, riéndose. Mi imperioso deseo de verlos y acariciarlos, además de unas ganas inmensas de consumir cafeína, me proporcionan la motivación que necesito para levantarme, para pasar a la posición vertical. El odio me pone de rodillas; el amor me pone en pie.
Me fijo en el despertador de la mesilla de noche: las siete y media. Stefanie me deja dormir hasta más tarde. La fatiga de estos últimos días ha sido severa. Además del esfuerzo físico, está el agotador torrente de emociones desencadenado por mi inminente retirada. Ahora, alzándose desde el centro de la fatiga, surge la primera oleada de dolor: me toco la espalda. Me atenaza. Me siento como si alguien se hubiera colado en mi habitación en plena noche y me hubiera puesto en la columna una de esas barras antirrobo que se colocan en los volantes de los coches. ¿Cómo voy a jugar el Open con esa barra en la columna? ¿Tendré que suspender el último partido de mi carrera?
(…)Mi familia hace más ruido. Salgo cojeando hasta el salón de nuestra suite. Mi hijo, Jaden, y mi hija, Jaz, me ven y gritan. ¡Papá! ¡Papá! Saltan arriba y abajo y quieren que los coja en brazos. Yo me detengo y me preparo, me planto ante ellos como un mimo imitando a un árbol en invierno. Pero ellos vacilan antes de dar el salto, porque saben que su padre está delicado últimamente, que su padre se desmoronará si lo tocan con demasiada fuerza. Yo les doy una palmadita en la cara y les beso en las mejillas, y me siento con ellos en la mesa, a desayunar.
Jaden pregunta si hoy es el día.
Sí.
¿Juegas?
Sí.
¿Y entonces, después de hoy, te retiras?
Una palabra nueva que él y su hermana menor han aprendido. Retirarse. Ellos no usan nunca el participio, la usan en presente, un presente que nunca acaba. Tal vez sepan algo que yo no sé.
No si gano, hijo. Si gano esta noche, sigo jugando.
Pero, si pierdes, ¿podré tener un perro?
Para mis hijos, mi retirada equivale a un cachorro. Stefanie y yo les hemos prometido que cuando deje de entrenar, cuando dejemos de viajar por todo el mundo, podremos comprar un cachorro. Tal vez lo llamemos Cortisona.
Sí, colega, cuando pierda, nos compraremos un perro.
Mi hijo sonríe. Espera que su papá pierda. Espera que su papá experimente una decepción que supere a todas las demás. Él no entiende –¿y cómo seré capaz yo de explicárselo alguna vez?– el dolor de perder, el dolor de jugar. A mí me ha llevado casi treinta años entender eso, resolver la ecuación de mi propia psique.
Le pregunto a Jaden qué va a hacer hoy.
Ir a ver los huesos.

Miro a Stefanie. Ella me recuerda que va a llevarlos al Museo de Historia Natural. Dinosaurios. Pienso en mis vértebras retorcidas. Pienso en mi esqueleto en exposición en el museo, junto con todos los demás dinosaurios. Tenis-aurux Rex.

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