lunes, 12 de febrero de 2018

Historia de la sexualidad I, Michel Foucault (fragmento)

Lo importante, en esta historia, no es que los médicos se taparan los ojos y oídos ni que se equivocaran, sino, en primer lugar, que se construyera en torno al sexo y a propósito del mismo un inmenso aparato destinado a producir, sin perjuicio de enmascararla en último término, la verdad. Lo importante es que el sexo no haya sido únicamente una cuestión de sensación y de placer, de ley o de interdicción, sino también de verdad y de falsedad; que la verdad del sexo haya llegado a ser algo esencial, útil o peligroso, precioso o temible; en suma, que el sexo haya sido constituido como una apuesta en el juego de la verdad. Lo que hay que localizar, pues, no es el umbral de una racionalidad nueva cuyo descubrimiento correspondería a Freud -o a otro-, sino la formación progresiva (y también las transformaciones) de ese "juego de la verdad y del sexo" que nos legó el siglo XIX y del cual nada prueba que nos hayamos liberado, incluso si hemos logrado modificarlo. Desconocimientos, evasiones y evitaciones no han sido posibles, ni producido sus efectos, sino sobre el fondo de esa extraña empresa: decir la verdad del sexo. Empresa que no data del siglo XIX,aun si entonces le prestó forma singular el proyecto de una "ciencia". Es el pedestal de todos los discursos aberrantes, ingenuos o astutos en los que el saber sobre el sexo se extravió, al parecer, durante tanto tiempo.

Ha habido históricamente dos grandes procedimientos para producir la verdad sobre el sexo.
Por un lado, las sociedades que fueron numerosas: China, Japón, India, Roma, las sociedades árabes musulmanas, sociedades que se dotaron de una ars erotica. En el arte erótico, la verdad es extraída del placer mismo, tomado como práctica y recogido como experiencia; el placer no es tenido en cuenta en relación con una ley absoluta de lo permitido y lo prohibido ni con un criterio de utilidad, sino que, primero y ante todo, es tenido en cuenta en relación consigo mismo; debe ser conocido como placer, por lo tanto según su intensidad, su calidad específica, su duración, sus reverberaciones en el cuerpo y el alma. Más aún, ese saber debe ser revertido sobre la práctica sexual, para trabajarla desde el interior y amplificar sus efectos. Así se constituye un saber que debe permanecer secreto, no por una sospecha de infamia que mancharía a su objeto, sino por la necesidad de mantenerlo en la mayor reserva, ya que, según la tradición, perdería su eficacia y su virtud si fuera divulgado. Es, pues, fundamental la relación con el maestro poseedor de los secretos; él, únicamente, puede transmitirlo de manera esotérica y al término de una iniciación durante la cual guía, con un saber y una serveridad sin fallas, el avance de su discípulo. Los efectos de ese arte magistral, mucho más generosos de lo que dejaría suponerla sequedad de sus recetas, deben transfigurar al que recibe sus privilegios: dominio absoluto del cuerpo, goce único, olvido del tiempo y de los límites, elixir de larga vida, exilio de la muerte y sus amenazas.
Nuestra civilización, a primera vista al menos, no posee ninguna ars erotica. Como desquite, es sin duda la única en practicar una scientia sexuales. O mejor, es la única que ha desarrollado durante siglos, para decir la verdad del sexo, procedimientos que en lo esencial corresponden a una forma de saber rigurosamente opuesta al arte de las iniciaciones y al secreto magistral: se trata de la confesión.

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