Lloro el cansancio de la densa lluvia,
de la eterna resistencia,
del eterno ataque sin razón.
En la polvorosa aurora,
se decantaron uno a uno los remolinos de mi sangre,
se licuaron mis venas.
Ha gemido todo cuartel de invierno,
ya no quedan prisas,
ni temores.
En la última cobardía de no querer más palos,
se pregunta el cuerpo apedreado
y sin cobijo
cuánto falta para que acabe el frío,
para que duerman los músculos,
para que callen los gritos.
Cuánto falta para que la piel no se queme,
cuánto para dejar de sentir,
de rodar por falsos ríos.
Publicado en Antología Escritura sin fronteras 2011, Editorial Raíz Alternativa.
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