“Durante las semanas que duró el
juicio, no sentí nada; tenía los sentimientos
embotados. A veces intentaba provocarlos: me esforzaba por imaginarme a
Hanna con toda claridad haciendo las cosas de las que la acusaban, o evocaba
los momentos que el pelo de su nuca y el lunar de su hombro me traían a la
memoria. Era como cuando la mano pellizca un brazo adormecido por la anestesia.
El brazo no sabe que la mano lo está pellizcando, la mano sí sabe que está
pellizcando el brazo, y en el primer momento el cerebro no consigue diferenciar
ambas cosas. Pero en el momento siguiente ya las diferencia. Quizá la mano ha
pellizcado tan fuerte que la zona queda lívida durante unos instantes. Luego la
sangre vuelve, y la zona recupera su color. Pero sigue siendo insensible.
¿Quién me había puesto la anestesia? ¿Quizá yo mismo, sabiendo que para
aguantar aquello necesitaba un cierto grado de aturdimiento? Ese estado me
acompañaba también a la salida del Palacio de Justicia, y me sugería que era
otra persona la que había amado y deseado a Hanna, alguien a quien yo conocía
bien, pero que no era yo. Y no solo eso: en todos los demás aspectos también me
sentía fuera de mí mismo. Me observaba, me veía funcionar en la universidad y
en la relación con mi familia y con mis amigos, pero en mi interior no me
sentía implicado.”
El lector, 1995
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