Pues no lo soñé. A veces me sorprendo diciendo esta frase
por la calle, como si oyese la voz de otro. Una voz sin matices. Nombres que me
vuelven a la cabeza, algunos rostros, algunos detalles. Y nadie ya con quien
hablar de ellos. Sí que deben de quedar dos o tres testigos que están todavía
vivos. Pero seguramente se les habrá olvidado todo. Y, además, uno acaba por
preguntarse si hubo de verdad testigos.
No, no lo soñé. La prueba es que tengo una libreta negra
repleta de notas. En esta niebla, necesito palabras exactas y miro el
diccionario. Nota: escrito breve que se hace para recordar algo. Las páginas de
la libreta son una sucesión de nombres, de números de teléfono, de fechas de
citas y también de textos cortos que a lo mejor tienen algo que ver con la
literatura. Pero ¿en qué categoría hay que clasificarlos? ¿Diario íntimo?
¿Fragmentos de memoria? Y también cientos de anuncios por palabras copiados de
los periódicos. Perros perdidos. Pisos amueblados. Demandas y ofertas de
empleo. Videntes.
De entre todas esas notas, algunas tienen un eco mayor que
otras. Sobre todo cuando nada altera el silencio. Hace mucho que no suena el
teléfono. Ni nadie llamará a la puerta. Deben de creer que me he muerto. Está
uno solo, atento, como si quisiera captar señales en morse que un interlocutor
desconocido le envía desde muy lejos. Muchas señales llegan con interferencias
y por mucho que afine uno el oído se pierden para siempre. Pero hay nombres que
destacan con nitidez en el silencio y en la página blanca...
Dannie, Paul Chastagnier, Aghamouri, Duwelz, Gérard
Marciano, Georges, el Unic Hôtel, calle de Le Montparnasse... Si no
recuerdo mal, en ese barrio andaba yo siempre con la guardia alta. El otro día,
pasé por casualidad. Noté una sensación muy rara. No la sensación de que
hubiera pasado el tiempo, sino de que otro yo, un gemelo, rondaba por las
inmediaciones; que no había envejecido y seguía viviendo en los mínimos
detalles, y hasta el final de los tiempos, lo que viví aquí durante una
temporada muy breve.
¿De qué dependía el malestar que notaba tiempo atrás? ¿Era
por esas calles a la sombra de una estación y de un cementerio? De repente, me
parecían anodinas. Había cambiado el color de las fachadas. Mucho más claras.
Nada de particular. Una zona neutral. ¿Era realmente posible que un doble que
hubiera dejado yo aquí siguiera repitiendo todos y cada uno de mis antiguos
gestos y recorriendo mis antiguos itinerarios por toda la eternidad? No, aquí
no quedaba ya nada de nosotros. El tiempo había arramblado con todo. El barrio
era nuevo y lo habían saneado, como si lo hubieran vuelto a construir en el
emplazamiento de un islote insalubre. Y aunque la mayoría de los edificios eran
los mismos, le daban a uno la impresión de hallarse ante un perro disecado, un
perro que hubiera sido de uno y al que hubiera querido cuando estaba vivo.
(…)
Ese domingo era casi de noche
cuando llegué a la avenida de Le Maine y fui siguiendo los edificios grandes y
nuevos, por la acera de los pares. Formaban una fachada rectilínea. Ni una luz
en las ventanas. No, no lo había soñado. La calle de Vandamme desembocaba en la
avenida más o menos a esa altura, pero aquella tarde las fachadas eran lisas y
compactas, sin el mínimo paso. No me quedaba más remedio que rendirme a la
evidencia: la calle de Vandamme ya no existía (...)
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