viernes, 3 de julio de 2015

Patrick Modiano, para despedir la semana

La hierba de las noches (fragmento)

Pues no lo soñé. A veces me sorprendo diciendo esta frase por la calle, como si oyese la voz de otro. Una voz sin matices. Nombres que me vuelven a la cabeza, algunos rostros, algunos detalles. Y nadie ya con quien hablar de ellos. Sí que deben de quedar dos o tres testigos que están todavía vivos. Pero seguramente se les habrá olvidado todo. Y, además, uno acaba por preguntarse si hubo de verdad testigos.
No, no lo soñé. La prueba es que tengo una libreta negra repleta de notas. En esta niebla, necesito palabras exactas y miro el diccionario. Nota: escrito breve que se hace para recordar algo. Las páginas de la libreta son una sucesión de nombres, de números de teléfono, de fechas de citas y también de textos cortos que a lo mejor tienen algo que ver con la literatura. Pero ¿en qué categoría hay que clasificarlos? ¿Diario íntimo? ¿Fragmentos de memoria? Y también cientos de anuncios por palabras copiados de los periódicos. Perros perdidos. Pisos amueblados. Demandas y ofertas de empleo. Videntes.
De entre todas esas notas, algunas tienen un eco mayor que otras. Sobre todo cuando nada altera el silencio. Hace mucho que no suena el teléfono. Ni nadie llamará a la puerta. Deben de creer que me he muerto. Está uno solo, atento, como si quisiera captar señales en morse que un interlocutor desconocido le envía desde muy lejos. Muchas señales llegan con interferencias y por mucho que afine uno el oído se pierden para siempre. Pero hay nombres que destacan con nitidez en el silencio y en la página blanca...
Dannie, Paul Chastagnier, Aghamouri, Duwelz, Gérard Marciano, Georges, el Unic Hôtel, calle de Le Montparnasse... Si no recuerdo mal, en ese barrio andaba yo siempre con la guardia alta. El otro día, pasé por casualidad. Noté una sensación muy rara. No la sensación de que hubiera pasado el tiempo, sino de que otro yo, un gemelo, rondaba por las inmediaciones; que no había envejecido y seguía viviendo en los mínimos detalles, y hasta el final de los tiempos, lo que viví aquí durante una temporada muy breve.
¿De qué dependía el malestar que notaba tiempo atrás? ¿Era por esas calles a la sombra de una estación y de un cementerio? De repente, me parecían anodinas. Había cambiado el color de las fachadas. Mucho más claras. Nada de particular. Una zona neutral. ¿Era realmente posible que un doble que hubiera dejado yo aquí siguiera repitiendo todos y cada uno de mis antiguos gestos y recorriendo mis antiguos itinerarios por toda la eternidad? No, aquí no quedaba ya nada de nosotros. El tiempo había arramblado con todo. El barrio era nuevo y lo habían saneado, como si lo hubieran vuelto a construir en el emplazamiento de un islote insalubre. Y aunque la mayoría de los edificios eran los mismos, le daban a uno la impresión de hallarse ante un perro disecado, un perro que hubiera sido de uno y al que hubiera querido cuando estaba vivo.
 (…)

Ese domingo era casi de noche cuando llegué a la avenida de Le Maine y fui siguiendo los edificios grandes y nuevos, por la acera de los pares. Formaban una fachada rectilínea. Ni una luz en las ventanas. No, no lo había soñado. La calle de Vandamme desembocaba en la avenida más o menos a esa altura, pero aquella tarde las fachadas eran lisas y compactas, sin el mínimo paso. No me quedaba más remedio que rendirme a la evidencia: la calle de Vandamme ya no existía (...)

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